viernes, 28 de diciembre de 2012

Juan Martínez Villergas LXII

...continuación


como él advierte en el epílogo, en un programa, un ideario «político y moral», pero en el que lo moral adquiere tal magnitud que sobrepasa en importancia a los intereses estrictamente políticos.
     Esta conciencia de lo moral se traduce en Villergas, en consonancia con los románticos sociales franceses, en un deseo de «guiar a los hombres hacia el bien».  Los  más grandes poetas del romanticismo social francés habían de mostrar el camino y dar ejemplo de ese deseo y para ello, como apunta R. Picard, «expresaron en sus obras una especie de socialismo humanitario, una filosofía social apoyada en las nociones de justicia, de progreso y de libertad».
     «La reforma profunda de la sociedad en nombre de la fraternidad humana y de la justicia», tenía su principal resorte en el «liberalismo que, según su doctrina, debe transcender tanto la sociedad como la literatura, y el mundo moral tanto como el de los intereses materiales».  Liberalismo y Romanticismo, «deseo de libertad» y «sentimiento del bien», van unidos, son las afirmaciones y exigencias esenciales del romanticismo social francés. Villergas no es ajeno a éstas, y aunque con notable falta de «erudición y destreza», pensamos que deliberadamente intento transmitámoslas. Su proyecto de renovación del orden social, de acuerdo con los postulados del romanticismo social, está ahí, y se dirige a toda la sociedad.
     Los parlamentos de Villergas afectan a todos los órdenes de la vida en sociedad: política, economía, cultura, costumbres, conductas, sentimientos, sensibilidad social, etc.; se suceden arbitraria y dilatadamente, ya sea en boca del autor o de los personajes. Los fragmentos testimoniales, que, por razones obvias, sólo podemos citar sucintamente, son muy numerosos, y aunque todos ellos se acogen a la defensa del humanitarismo social pueden ser expresados por el motivo que los define. Así, encontramos abundantes denuncias de la vida de los humildes que conducen a las oportunas reflexiones y exhortaciones a practicar el bien, la conmiseración, la piedad: «La primera obligación en un buen ciudadano considero yo que es socorrer a los necesitados según sus fuerzas...  El repudio del egoísmo y la proclamación de un amor universal van unidos a afirmaciones o exigencias de cristianismo sincero, considerado como un bien social: «Profesamos la doctrina de que la religión es el principio de la civilización y la más preciosa de las necesidades sociales».  El sentimiento, la inclinación hacia el bien se manifiesta en el rechazo de la venganza, la confianza en la capacidad del ser humano para redimirse, en definitiva, la fe en la bondad natural del hombre: «El sentimiento de la compasión es innato en el corazón del  hombre»;  «Hay venganzas que sobrepujan al valor de las culpas y penas que hacen disminuir la monstruosidad de los delitos».
     La crítica de los abusos sociales y la denuncia de la miseria de los humildes, se pone en boca de personajes modelos: liberales, «demócratas por instinto», de sentimientos filantrópicos, «despreocupados», a los que «ningún sufrimiento, ninguna miseria es indiferente».  Pero en su deseo de reforma profunda de la sociedad, Villergas no descuida a los otros», los que por diversas circunstancias no son merecedores de tan nobles cualidades, y cuando se ocupa de ellos, si bien es prioritaria la denuncia de comportamientos erróneos, lo hace destacando su condición de víctimas. De ahí que reconozca la desgracia de los miserables, los marginados, los fuera de la ley, encarezca los sentimientos nobles e ingenuos que poseen y se apreste a combatir o repeler toda una serie de prejuicios y prevenciones sociales que se ciernen sobre todos ellos, sin hacer justicia a la verdadera condición de su existencia.
     En este sentido, se pueden citar aquellos motivos que aluden al optimismo, a la fe en una regeneración social de todas las clases sociales, y sus juicios abarcan muchos aspectos relativos a la educación, a las instituciones, y a la sensibilidad social de los individuos. Su moralismo en este plano acoge parlamentos que afectan también al plano económico y al político, en general. Entre las citas que podemos ofrecer se encuentran los motivos sobre el rigor en las convicciones ideológicas, «Cuando las ideas políticas no son hijas de una meditación severa y de una convicción profunda no pueden ser muy duraderas».  En torno al reparto de la propiedad: «La propiedad bien adquirida es muy digna de respeto, me libraré yo de atacarla; pero mis lectores perdonarán si les digo que la propiedad está mal repartida»;  «¿Son esos los blasones de un aristócrata, que [...] insulta la miseria, y desprecia a los hombres honrados que ganan de comer honradamente? ¿Y luego, malvados aristócratas, os quejáis de los niveladores?».  Las desigualdades ante la ley, «mientras el pueblo no conozca sus derechos y sus deberes, la estatua de la justicia sonríe a los poderosos con la espalda vuelta hacia los artesanos y  jornaleros».  Sobre la administración de la justicia en España, las ideas sobre este tema se extienden a la necesidad de reformas en el sistema penitenciario y en los trámites judiciales,   contra la pena de muerte y a favor de rehabilitar a los reos. Apenas hay capítulo en que este tema, en cualquiera de los motivos anotados, no sea objeto de largas digresiones, en gran medida porque en Los Misterios los delincuentes, malhechores y bandidos son parte importante de las tramas y acciones que se desarrollan en la novela. Todo ello da pie a Villergas a exponer sus ideas sobre el crimen,  el reo,  el verdugo,  el preso político, y por supuesto la condena de la morbosidad del público ante los ajusticiamientos.
     En la crítica de las instituciones sociales se encuentran disertaciones sobre el matrimonio por imposición paterna, en especial en relación a la mujer, y se aborda el problema del divorcio: «¿Son sólo infelices los matrimonios en que los padres han ejercido un pernicioso influjo?. Y puesto que no es así, ¿sería conveniente establecer el divorcio en nuestro país?» Y en nombre de la reforma de las costumbres se ataca el duelo,  el juego,  las tertulias,  a los delatores.  No escasean, por otra parte interesados puntos de vista en tomo a gustos literarios, «Quintana, y Victor Hugo, Dumas, Larra, Sue» son, entre otros de la misma especie, los recomendados, «Moratín y Gil y Zárate» se rechazan.
     El encarecimiento de la «virtud y el saber como únicos bienes humanos no perecederos»  es la consigna para crear un nuevo estilo de vida. Preconizar la fusión de los grupos sociales es el objetivo final: el hombre no debe medirse por su ascendencia o linaje, «Al hombre debe juzgársele por sus obras y no por su nacimiento».  Desde este punto de vista, para Villergas, «La aristocracia es un elemento antisocial», y por ello levanta la voz para decir «Aspiramos a la igualdad, a una igualdad racional, equidistante de la anarquía y de la oligarquía».
     El tiempo interior de la narración se sitúa en 1836-37, pero su discurso alcanza y se dirige a la situación política en que se escribe la novela, 1844-45, que posibilita un cuadro social como el descrito en ella, a la vez que desarrolla una entusiasta proclama para el futuro: el propósito de disipar los prejuicios de clase y preconizar la fusión de los grupos sociales. En este cometido «el pueblo» será el gran protagonista, cuyos buenos sentimientos, ajenos al libertinaje y anarquía, con los que comúnmente se le asocia, auguran y refrendan el éxito del destino que le está reservado.
     Aun a sabiendas de que podrían añadirse más testimonios sobre la vinculación de Villergas con el romanticismo social, urge resumir el compromiso que nuestro autor mantuvo con aquél en connivencia con su pensamiento político.
Recapitulación.
     Villergas era liberal, republicano y demócrata. En nombre del principio de la soberanía nacional, base de la república así como de la democracia, él no podía sustraerse a las reivindicaciones y doctrinas sociales de la novela ideológica de los románticos, tal como la entendieron Hugo y Dumas. Sus embates contra la aristocracia y su furibundo anticlericalismo, a la manera de Sue, no hacen sino corroborar la unidad, cohesión y coherencia de sus convicciones ideológicas, en complicidad con el activismo de la novela de tendencia social. En este sentido, el romanticismo social de Villergas se resuelve y configura como una apología de la democracia. Por razones ya suscritas en estas páginas, el ataque a la aristocracia era, en definitiva, un ataque o acometida contra el principio hereditario, y una afirmación de la soberanía nacional; su anticlericalismo una vindicación de la «libertad racional del pensamiento» contra la intolerancia de la «autoridad eclesiástica», el «Fanatismo», el «yugo inquisitorial», la «influencia teocrática».
     En Los Misterios de Madrid todas las disertaciones vienen dictadas por una intención docente y moral que inducen al humanitarismo social. Los excursos narrativos que hay en la novela constituyen una declaración abierta del programa de reforma político social del autor. Villergas tiene como fin, partiendo de su crítica a la aristocracia y al clero, mostrar cual es el desequilibrio social del siglo XIX.
Conclusiones.
     Llegados a este punto, y a la vista de las declaraciones de la crítica actual y del propio Villergas en sus obras, suscritas aquí en favor de una literatura de tendencia social y filosófica, creemos que su sátira en verso, cuyo cultivo se desarrolla y sitúa en las mismas fechas de sus comienzos o ensayos en la narración en prosa, constituye una prueba y ejemplo significativo de campaña a favor del «romanticismo bien entendido». Pues si bien su sátira abunda en vejámenes anti-románticos éstos fundamentalmente apuntan a los defectos más tópicos y típicos en que degeneró la escuela en el ocaso de su trayectoria. La manera de reivindicar un romanticismo auténtico era denunciando todo lo que en su opinión se apartaba de él. Las caricaturas, la deformación burlesca ya en verso ya en prosa únicamente podían perseguir este objetivo y fin.
     La convicción de que «es imposible desligar literatura de historia social», y de que «la literatura no sólo es cuestión de estética y mucho menos el sentimiento romántico», aserto que Jorge Urrutia  aplica a Larra y a Espronceda, creemos nosotros que debe hacerse extensible a Villergas. No queremos ni podemos parangonar a Villergas con aquellos epónimos del «romanticismo auténtico»,  «romanticismo social», «sensu stricto»,  que fueron Larra y Espronceda, pero sí queremos dejar constancia de que Villergas, sin alcanzar o lograr las fórmulas magistrales con que aquellos llegaron a expresar sus postulados literarios y políticos, debe considerarse como un modesto ejemplo de correligionario del romanticismo militante, tal como lo entendieron en su momento Larra y Espronceda. Y la vía por la que Villergas llega a la convicción de que es imposible desligar literatura de historia social viene dictada por su ideología política, que destaca por su proba adhesión al liberalismo exaltado, el ala radical del progresismo español. La clase social de la que procedía, los antecedentes paternos y la trayectoria de su vida eran suficientes para arrostrarlo por el talante democrático.
     Con el análisis del romanticismo social de Villergas hemos intentado mostrar cuáles eran los presupuestos que le impelen a hacer sátira contra el romanticismo aparente, de envoltorio, formulario y tópico. No era éste el romanticismo por el que nuestro poeta podía sentir simpatías, afinidades u otro tipo de afectos. Cabe preguntarse, ahora, si los mismos presupuestos que le conducen a vincularse con el romanticismo social y rechazar el romanticismo de «corteza», a declarar ¡mueran los románticos!, sirven para explicar la desaprobación de los neoclásicos y provoquen ¡mueran los clásicos! Si así fuera, deberíamos buscar en su ataque una denuncia explícita de caducidad ideológica-estética contra la escuela y doctrina neoclásica. No hay necesidad de ir tan lejos. En primer lugar porque Villergas es insensible, indiferente a aquella estética por su falta de formación neoclásica; por otra parte, en su defensa de una literatura del presente, lo más cercano a él era la literatura posterior a 1830, ¿por qué detenerse o interesarse por algo que pertenecía a un pasado de siglo y medio de existencia? Pensamos que Villergas, partidario de un romanticismo social y revolucionario, se mantuvo alerta ante una estética que aspiraba al orden, a defender los preceptos, normas, el buen gusto, tono,  decoro, pudor, ideal de belleza, de entretener y halagar racionalmente en nombre de cómo debía ser vista la realidad, y no cómo era ésta realmente.
     Su rechazo del neoclasicismo no lo consideramos como un deseo de expresar las contiendas entre clásicos y románticos, sino como un afán implícito de defensa del «romanticismo bien entendido», un ir en contra de todo lo formulario y reglamentado, incompatible con un «romanticismo auténtico y revolucionario». Si la burla, el vejamen anti-romántico y el anticlasicista aparecen juntos es porque en definitiva el falso romanticismo le debía parecer tan gratuito y frívolo como el neoclasicismo, lo cual explica, a la postre: el ¡muera todo!, con que se cierra el anatema contra la literatura de su tiempo. 
                                                                                                                           Fin

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