jueves, 27 de diciembre de 2012

Juan Martínez Villergas LXI


... continuación


novela Los Misterios de Madrid, 1845. Su admiración y elogios a novelistas, dramaturgos y poetas franceses es frecuente y abundante; las obras románticas francesas son el modelo con las que Villergas parangona las producciones de nuestra literatura nacional. Las declaraciones que Villergas hace en sus novelas revelan su talante de «romántico social».
     Recordemos lo que R. Picard escribió acerca del romanticismo social francés, para reconocer en qué términos nosotros hacemos partícipe de éste a Villergas:
          
     «El romanticismo social, que era todo lástima por los humildes y deseos de reorganizar la sociedad, iba a tener su origen en las repetidas pruebas de la miseria y de los sufrimientos del pueblo. La sensibilidad viva y exaltable de los poetas iba a gemir elocuentemente por la suerte de los «miserables», la imaginación de los reformadores, tan romántica como su sentimentalidad, les conducía a concebir utopías cuya visión, a su vez, provocaba el entusiasmo popular.»
          
     Las observaciones sobre la vinculación de Villergas al «romanticismo social» provienen de Vicente Llorens, L. Romero Tobar, Iris M. Zavala, J. Ignacio Ferreras, Rubén Benítez. Unos y otros incluyen a Villergas dentro de la nómina de novelistas de «tendencia social». Nos urge, pues, centrarnos en las obras de Villergas que han permitido vincularlo como escritor de tendencia social.
3. 1. El Cancionero del Pueblo, 1844
     Vicente Llorens, ciñéndose al prólogo de la primera novela de El Cancionero del Pueblo, «La casa de poco trigo», afirma:
          
     Villergas aboga por una literatura de tendencia social; [que] no la hacía derivar de Sue, puesto que la ve ya en el romanticismo, «el romanticismo bien entendido», tal como lo concibieran Victor Hugo y Dumas».
          
     Para quien desconozca dicho prólogo, por otra parte más sugerente que la propia novela, las palabras de Llorens difícilmente serán comprendidas. En el Villergas hace una reflexión de cuanto ha escrito hasta entonces, es decir, 1844, y tras calificar de «frívolos ensayos de juventud» su producción anterior se aplica a pronosticar cuáles deben ser las directrices que debe seguir la literatura de su tiempo, a la que él mismo se siente llamado a desarrollar imbuido de propósitos filosóficos y sociales, y dice:
          
     «Si bien en composiciones cortas puede haber toda la crítica necesaria para corregir los defectos de la sociedad, ni el lector saca tanto fruto de ellas, ni son para el de tanto valor como una obra donde el escritor tiene más libertad y más extensión para esplanar sus pensamientos. Además estoy convencido de que ha pasado ya el tiempo de hacer poesías sin otro objeto que el de distraer, divertir o adormecer la imaginación. Las producciones literarias en este siglo necesitan otra circunstancia que las recomiende y es la filosofía. Un libro que no tenga tendencia social, que no se proponga algún fin moral, es a mis ojos una obra inútil que no sirve para nada.»
          
     Lamentablemente el «romanticismo bien entendido», al que alude Llorens, no está representado en las narraciones cortas de El Cancionero del Pueblo. Ni en ésta ni en otras obras de distinto género se encuentran modos de reactivarlo, y lo único que encontramos son caricaturas del romanticismo, en gran parte porque Villergas carecía de talento, imaginación y habilidad formal para construir universos narrativos, y por otra, no menos significativa, porque deliberadamente quería manifestar su desaprobación del movimiento mediante la burla de los excesos literarios seudo-románticos.
     No obstante, pese a las caricaturas del romanticismo, Villergas ofrece pruebas manifiestas de su vinculación al romanticismo social mediante abundantes digresiones, que de propia voz o en boca de sus personajes llenan las páginas de sus relatos. La mayoría de los protagonistas son gente desheredada, pobres, huérfanos, víctimas, en definitiva, de una concreta situación social económica. Los problemas o dificultades que tienen que afrontar provienen de su condición social de desheredados, que constituye una criba importante para ver realizados sus anhelos, o para truncar sus esperanzas en la consecución final de aquéllos. La virtud de la inocencia, de la honradez y el talento de los personajes son siempre ensalzados y se erigen en las únicas armas de que éstos disponen para reclamar el derecho de ser felices, dentro de una sociedad que castiga y se ensaña con el más débil.
     No podemos resumir aquí los argumentos de las novelas, como tampoco podemos reescribir todos los juicios que Villergas vierte en ellas: ofrecemos algunos ejemplos ilustrativos.
     En «El secreto a voces» (El Cancionero del Pueblo, t. 4, pp. 1-95) Villergas aborda el tema de la orfandad para denunciar el estado de la «organización social», y de los impedimentos de la «reedificación del edificio social». La protagonista es una joven huérfana cuya felicidad se ve amenazada por esta circunstancia, ya que el joven a quien ama es un escrupuloso de la «limpieza de sangre». La falta de testimonios acerca de sus orígenes constituye la principal dificultad para ser aceptada en la sociedad. Todos los personajes de la novela, excepto la protagonista, «participan de los errores añejos de conceder más al lustre de la cuna que al brillo de la ciencia y de la virtud».
     El interés de ésta y otras novelas que contiene El Cancionero del Pueblo no reside en su elaboración artística, sino en lo que L. Romero Tobar denomina los «excursos narrativos»,  en los que de forma directa o encubierta el autor manifiesta su intencionalidad. En «El secreto a voces» los juicios de todo orden que Villergas vierte en ella obedecen a una intencionalidad de carácter político y social. La descripción moral de la joven protagonista nos lo confirma:
          
     «Una entusiasta de los principios de igualdad y fraternidad tan cacareados como mal comprendidos en estos últimos tiempos. Ella estaba al nivel de los demócratas reformadores; porque condenar sus ideas era condenar su existencia, su origen dudoso;  era acusar su delito a los ojos de los que creen la condición humilde del hombre un vicio hereditario como el pecado de Adán.»
          
     Abundan los motivos y detalles de la más variada índole que evidencian los propósitos del autor; en este sentido, no están exentos de intencionalidad política y social otros comentarios de Villergas, en apariencia marginales. Así sucede cuando, para ridiculizar la ignorancia e insensibilidad literaria del pretendiente de la protagonista, no repara en traer a colación a los maestros de la literatura francesa: Dumas, Victor Hugo y Eugenio Sue, mentores de la sensibilidad social hacia los más desprotegidos y de la que él mismo, Villergas, participa.
3. 2. Los Misterios de Madrid. Miscelánea de costumbres buenas y malas, 1844-45.
     Es la primera novela de gran extensión de Villergas que peor reputación como novelista le ha acarreado. Narciso Alonso Cortés califica de «inverosímiles creaciones de una pluma sectaria»  las «odiosas figuras» del Marqués de Calabaza y del jesuita D. Toribio, personajes clave de la novela entorno a los cuales se tejen innumerables y extravagantes peripecias, difíciles de resumir aquí por prolijas y abundantes.
     J. Ignacio Ferreras, por su parte, tampoco guarda una buena «impresión» de la obra, sus aportaciones en este sentido son de desaprobación:
          
     «Villergas pasa revista a todos los grupos sociales: aristócratas, clérigos, comerciantes, bandidos, banqueros, etc.; su intención «social», si intenciones de este tipo posee el autor, es la de mostrar al lector una sociedad corrompida por el vicio, la miseria y el afán de lucro.
          

     Villergas no propone, como Ayguals de Izco, ningún plan de concordia social entre las clases poseedoras y las trabajadoras, se limita a subrayar las diferencias sin ninguna moralidad politizadora.»

     Convenimos con Narciso Alonso Cortés en su opinión de que El Marqués de la Calabaza y D. Toribio son creaciones de una «pluma sectaria», puesto que Villergas deliberadamente tiene el propósito de escribir una novela anti-aristocrática y anti-clerical. No compartimos el juicio de Ferreras acerca de la ausencia de «intención social» y de «moralidad politizadora» en la novela de Villergas, porque tendríamos que  hacer caso omiso de las declaraciones que el autor, expresamente en favor de esa intencionalidad, hace en el «Epílogo» a Los Misterios de Madrid:
          
     «Si la libertad de imprenta hubiera sufrido menos ataques del poder habría intentado desenvolver mis teorías en política y moral, si no con erudición y destreza al menos con la sinceridad y franqueza que me caracterizan. He tenido por consiguiente que pasar por alto este particular hasta que vengan mejores días, hasta que no sea un delito el emitir un hombre sus doctrinas [...]. Entretanto, he debido circunscribirme, ya que mi pensamiento ha sido siempre el destruir las cosas viejas y los vicios nuevos del tronco social, he debido concretarme, repito, a combatir a la aristocracia y a los aristócratas, a esa nobleza estúpida que se opone a que la igualdad política se cumpla y a que los vínculos de la fraternidad se estrechen cuanto es necesario a fin de que la nación consiga ser al mismo tiempo libre y poderosa.»
          
     En nuestra opinión, del epílogo de Villergas no cabe más lectura que la literal, en tanto que esa interpretación a pie de letra halla su corroboración en la fabulación de su novela. Villergas en Los Misterios no intenta más que desarrollar sus «teorías políticas y morales» encaminadas a «destruir las cosas viejas y los vicios nuevos del tronco social», con el propósito de conseguir la «igualdad política», la «fraternidad» de las clases sociales «a fin de que la nación consiga ser a un mismo tiempo libre y poderosa».
     El esquema del que parte Villergas para conseguir tan elevados fines es muy sencillo: dos clases sociales en perpetuo divorcio, la aristocracia y el pueblo. Las carencias del pueblo son debidas a la intolerancia, privilegios, y falta de escrúpulos sociales de los aristócratas. La denuncia de esta situación es harto repetida en toda la novela, y la forma con que nos la describe no está exenta de maniqueísmo. No obstante, sus objetivos no se detienen en la denuncia de los males que aquejan a los desheredados, y de la inculpación a la aristocracia del «[des]equilibrio social del siglo XIX». Su última finalidad es la de exponer cuáles deberían ser las reformas de carácter político, social y económico que paliaran las desigualdades entre las clases sociales. Su proyecto de reedificación social acoge y se expande a toda la sociedad, y deviene así, 

                                                                                                                           continuará....

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